31 may 2010

DÉCIMO ETK - PONTE EN SU LUGAR

CAPÍTULO SÉPTIMO
PONTE EN SU LUGAR

La actividad que aparece a continuación, debe ser desarrollada por las niñas que no asistieron a la clase del día martes 24 de mayo de 2010.

1. Leo, analizo y resuelvo los interrogantes que se proponen al final.

Robinson Crusoe pasea por una de las playas de la isla en la que una inoportuna tormenta con su correspondiente naufragio le ha confinado. Lleva su loro al hombro y se protege del sol gracias a la sombrilla fabricada con hojas de palmera que le tiene justificadamente orgulloso de su habilidad. Piensa que, dadas las circunstancias, no se puede decir que se las haya arreglado del todo mal. Ahora tiene un refugio en el que guarecerse de las inclemencias del tiempo y del asalto de las fieras, sabe dónde conseguir alimento y bebida, tiene vestidos que le abriguen y que él mismo se ha hecho con elementos naturales de la isla, los dóciles servicios de un rebañito de cabras, etc. En fin, que sabe cómo arreglárselas para llevar más o menos su buena vida de naufrago solitario. Sigue paseando Robinson y está tan contento de sí mismo que por un momento le parece que no echa nada de menos. De pronto, se detiene con sobresalto. Allí, en la arena blanca, se dibuja una marca que va a revolucionar' toda su pacífica existencia: la huella de un pie humano. ¿De quién será? ¿Amigo o enemigo? ¿Quizá un enemigo al que puede convertir en amigo? ¿Hombre o mujer? ¿Cómo se entenderá con él o ella? ¿Qué trato le dará? Robinson está ya acostumbrado a hacerse preguntas desde que llegó a la isla y a resolver los problemas del modo más ingenioso posible: ¿qué comeré? ¿dónde me refugiaré? ¿cómo me protegeré del sol? Pero ahora la situación no es igual porque ya no tiene que vérselas con acontecimientos naturales, como el hambre o la lluvia, ni con fieras salvajes, sino con otro ser humano: es decir, con otro Robinson o con otros Robinsones y Robinsonas. Ante los elementos o las bestias, Robinson ha podido comportarse sin atender a nada más que a su necesidad de supervivencia. Se trataba de ver si podía con ellos o ellos podían con él, sin otras complicaciones. Pero ante seres humanos la cosa ya no es tan simple. Debe sobrevivir, desde luego, pero ya no de cualquier modo.

Si Robinson se ha convertido en una fiera como las demás que rondan por la selva, a causa de su soledad y su desventura, no se preocupará más que de si el desconocido causante de la huella es un enemigo a eliminar o una presa a devorar. Pero si aún quiere seguir siendo un hombre... Entonces se las va a ver no ya con una presa o un simple enemigo, sino con un rival o un posible compañero; en cualquier caso, es con un semejante. Mientras está solo Robinson se enfrenta a cuestiones técnicas, mecánicas, higiénicas, incluso científicas, si me apuras. De lo que se trata es de salvar la vida, en un medio hostil y desconocido. Pero cuando encuentra la huella de Viernes en la arena de la playa empiezan sus problemas éticos. Ya no se trata solamente de sobrevivir, como una fiera alcachofa, perdido en la naturaleza; ahora tiene que empezar a vivir humanamente, es decir, con otros o contra otros hombres, pero entre hombres. Lo que hace «humana» a la vida es el transcurrir en compañía de humanos, hablando con ellos, pactando y mintiendo, siendo respetado o traicionado, amando haciendo proyectos y recordando el pasado, desafiándose, organizando juntos las cosas comunes, jugando, intercambiando símbolos... La ética no se ocupa de cómo alimentarse mejor o de cuál es la manera más recomendable de protegerse del frío ni de qué hay que hacer para vadear un río sin ahogarse, cuestiones todas ellas sin duda muy importantes para sobrevivir en determinadas circunstancias; lo que a la ética le interesa, lo que constituye su especialidad, es cómo vivir bien la vida humana, la vida que transcurre entre humanos. Si uno no sabe cómo arreglárselas para sobrevivir en los peligros naturales, pierde la vida, lo cual sin duda es un fastidio grande; pero si uno no tiene ni idea de ética, lo que pierde o malgasta es lo humano de su vida y eso no tiene ninguna gracia, francamente, tampoco. Antes te dije que la huella en la arena anunció a Robinson la proximidad comprometedora de un semejante.

[…] Pero estudiemos un poco más de cerca lo que hacen esos que llamamos «malos», es decir, los que tratan a los demás humanos como a enemigos en lugar de procurar su amistad. Seguro que recuerdas la película Frankenstein. Intentamos verla juntos en la tele cuando eras bastante pequeño y tuve que apagarla porque, según me dijiste con elegante franqueza, «me parece que empieza a darme demasiado miedo». Bueno, pues en la novela de Mary W. Shelley en que se basa la película, la criatura hecha de remiendos de cadáveres hace esta confesión a su ya arrepentido inventor: «Soy malo porque soy desgraciado.» Tengo la impresión de que la mayoría de los supuestos «malos» que corren por el mundo podrían decir lo mismo siempre y cuando fuesen sinceros. Si se comportan de manera hostil y despiadada con sus semejantes es porque sienten miedo, o soledad o porque carecen de cosas necesarias que muchos poseen. O porque padecen la mayor desgracia de todas, la de verse tratados por la mayoría sin amor ni respeto, tal como le ocurría a la pobre criatura del doctor Frankenstein, a la que sólo un ciego y una niña quisieron mostrar amistad. No conozco gente que sea mala de puro feliz ni que martirice al prójimo como señal de alegría.

Ahora bien: si cuanto más feliz y alegre se siente alguien menos ganas tendrá de ser malo, ¿no será cosa prudente intentar fomentar todo lo posible la felicidad de los demás en lugar de hacerles desgraciados y por tanto propensos al mal? El que colabora en la desdicha ajena o no hace nada para ponerle remedio... se la está buscando. ¡Que no se queje luego de que haya tantos malos sueltos! A corto plazo, tratar a los semejantes como enemigos (o como víctimas) puede parecer ventajoso. El mundo está lleno de «pillines» o de descarados canallas que se consideran sumamente astutos cuando sacan provecho de la buena intención de los demás y hasta de sus desventuras. Francamente, no me parecen tan «listos» como ellos se halagan en creer. La mayor ventaja que podemos obtener de nuestros semejantes no es la posesión de más cosas (o el dominio sobre más personas tratadas como cosas, como instrumentos) sino la cooperación y afecto de más seres libres. Es decir, la ampliación y refuerzo de mi humanidad. «Y eso ¿para qué sirve?», preguntará el otro, creyendo alcanzar el colmo de la astucia. A lo que tú puedes responderle: «No sirve para nada de lo que tú piensas. Sólo los siervos sirven y aquí ya te he dicho que estamos hablando de seres libres.» El problema del canalla es que no sabe que la libertad no es algo que sirve ni gusta de ser servida, sino que busca contagiarse… Llegamos por fin al momento de intentar responder a una pregunta cuya contestación directa hemos aplazado ya demasiado tiempo: ¿en qué consiste tratar a las personas como a personas, es decir, humanamente? Respuesta: consiste en que intentes ponerte en su lugar. Reconocer a alguien como semejante implica sobre todo la posibilidad de comprenderle desde dentro, de adoptar por un momento su propio punto de vista. Es algo que sólo de una manera muy novelesca y dudosa puedo pretender con un murciélago o con un geranio, pero que en cambio se impone con los seres capaces de manejar símbolos como yo mismo. A fin de cuentas, siempre que hablamos con alguien lo que hacemos es establecer un terreno en el que quien ahora es «yo» sabe que se convertirá en «tú» y viceversa. Si no admitiésemos que existe algo fundamentalmente igual entre nosotros (la posibilidad de ser para otro lo que otro es para mí) no podríamos cruzar ni palabra. Allí donde hay cruce, hay también reconocimiento de que en cierto modo pertenecemos a lo de enfrente y lo de enfrente nos pertenece... Y eso aunque yo sea joven y el otro viejo, aunque yo sea hombre y el otro blanco y el otro negro, mujer, aunque yo sea tonto y el otro listo, aunque yo esté sano y el otro enfermo, aunque yo sea rico y el otro pobre.

«Soy humano dijo un antiguo poeta latino y nada de lo que es humano puede parecerme ajeno.» Es decir: tener conciencia de mi humanidad consiste en darme cuenta de que, pese a todas las muy reales diferencias entre los individuos, estoy también en cierto modo dentro de cada uno de mis semejantes. Ponerse en el lugar de otro es algo más que el comienzo de toda comunicación simbólica con él: se trata de tomar en cuenta sus derechos. Y cuando los derechos faltan, hay que comprender sus razones. Pues eso es algo a lo que todo hombre tiene derecho frente a los demás hombres, aunque sea el peor de todos: tiene derecho —derecho humano— a que alguien intente ponerse en su lugar y comprender lo que hace y lo que siente. Aunque sea para condenarle en nombre de leyes que toda sociedad debe admitir. En una palabra, ponerte en el lugar de otro es tomarle en serio, considerarle tan plenamente real como a ti mismo. ¿Recuerdas a nuestro viejo amigo el ciudadano Kane? Se tomó tan en serio a sí mismo, tuvo tan en cuenta sus deseos y ambiciones, que actuó como si los demás no fuesen de verdad, como si fuesen simples muñecos o fantasmas: los aprovechaba cuando le venían bien su colaboración, los desechaba o mataba si ya no le resultaban utilizables. No hizo el mínimo esfuerzo por ponerse en su lugar, por relativizar su interés propio para tomar en cuenta también el interés ajeno. Ya sabes cómo le fue. No te estoy diciendo que haya nada malo en que tengas tus propios intereses, ni tampoco que debas renunciar a ellos siempre para dar prioridad a los de tu vecino. Los tuyos, desde luego, son tan respetables como los suyos y lo demás son cuentos. Pero fíjate en la palabra misma «interés»: viene del latín inter esse, lo que está entre varios, lo que pone en relación a varios. Cuando hablo de «relativizar» tu interés quiero decir que ese interés no es algo tuyo exclusivamente, como si vivieras solo en un mundo de fantasmas, sino que te pone en contacto con otras realidades tan «de verdad» como tú mismo. De modo que todos los intereses que puedas tener son relativos (según otros intereses, según las circunstancias, según leyes y costumbres de la sociedad en que vives) salvo un interés, el único interés absoluto: el interés de ser humano entre los humanos, de dar y recibir el trato de humanidad sin el que no puede haber «buena vida». Por mucho que pueda interesarte algo, si miras bien nada puede ser tan interesante para ti como la capacidad de ponerte en el lugar de aquellos con los que tu interés te relaciona. Y al ponerte en su lugar no sólo debes ser capaz de atender a sus razones, sino también de participar de algún modo en sus pasiones y sentimientos, en sus dolores, anhelos y gozos. Se trata de sentir simpatía por el otro, es decir, ser capaz de experimentar en cierta manera al unísono con el otro, no dejarle del todo solo ni en su pensar ni en su querer. Reconocer que estamos hechos de la misma pasta, a la vez idea, pasión y carne. O como lo dijo más bella y profundamente Shakespeare: todos los humanos estamos hechos de la sustancia con la que se trenzan los sueños. Que se note que nos damos cuenta de ese parentesco.

Tomarte al otro en serio, es decir, ser capaz de ponerte en su lugar para aceptar prácticamente que es tan real como tú mismo, no significa que siempre debas darle la razón en lo que reclama o en lo que hace. Ni tampoco que, como le tienes por tan real como tú mismo y semejante a ti, debas comportarte como si fueseis idénticos. Sin duda los hombres somos semejantes, sin duda sería estupendo que llegásemos a ser iguales (en cuanto a oportunidades al nacer y luego ante las leyes), pero desde luego no tenemos por qué empeñarnos en ser idénticos. ¡Menudo aburrimiento y menuda tortura generalizada! Ponerte en el lugar del otro es hacer un esfuerzo de objetividad por ver las cosas como él las ve, no echar al otro y ocupar tú su sitio... O sea que él debe seguir siendo él y tú tienes que seguir siendo tú. El primero de los derechos humanos es el derecho a no ser fotocopia de nuestros vecinos, a ser más o menos raros. Y no hay derecho a obligar a otro a que deje de ser «raro» por su bien salvo que su «rareza» consista en hacer daño al prójimo directa y claramente...
Acabo de emplear la palabra «derecho» y me parece que ya la he utilizado un poco antes. ¿Sabes por qué? Porque gran parte del difícil arte de ponerse en el lugar del prójimo tiene que ver con eso que desde muy antiguo se llama justicia. Pero aquí no sólo me refiero a lo que la justicia tiene de institución pública (es decir, leyes establecidas, jueces, abogados, etc.), sino a la virtud de la justicia, o sea: a la habilidad y el esfuerzo que debemos hacer cada uno —si queremos vivir bien— por entender lo que nuestros semejantes pueden esperar de nosotros. Las leyes y los jueces intentan determinar obligatoriamente lo mínimo que las personas tienen derecho a exigir de aquellos con quienes conviven en sociedad, pero se trata de un mínimo y de nada más. Muchas veces por muy legal que sea, por mucho que se respeten los códigos y nadie pueda ponernos multas o llevarnos a la cárcel, nuestro comportamiento sigue siendo en el fondo injusto. Toda ley escrita no es más que una abreviatura, una simplificación —a menudo imperfecta— de lo que tu semejante puede esperar concretamente de ti, no del Estado o de sus jueces. La vida es demasiado compleja y sutil, las personas somos demasiado distintas, las situaciones son demasiado variadas, a menudo demasiado íntimas, como para que todo quepa en los libros de jurisprudencia. Lo mismo que nadie puede ser libre en tu lugar, también es cierto que nadie puede ser justo por ti si tú no te das cuenta de que debes serlo para vivir bien. Para entender del todo lo que el otro puede esperar de ti no hay más remedio que amarle un poco, aunque no sea más que amarle sólo porque también es humano... y ese pequeño pero importantísimo amor ninguna ley instituida puede imponerlo. Quien vive bien debe ser capaz de una justicia simpática, o de una compasión justa.

ACTIVIDADES
Una vez desarrollada la lectura resuelvo:
1. ¿Por qué se dice que los problemas éticos de Robinson comienzan al descubrir la presencia de otro ser humano en la isla?
2. Comento la siguiente frase: “Soy malo porque soy desgraciado”.
3. Lo que Viernes y Robinson consideran moralmente bueno o malo, ¿es lo mismo? ¿Por qué? Propongo un ejemplo.
4. ¿En qué consiste, según Savater, tratar a las personas humanamente?

1 comentario:

  1. Creo que es un blogg sesncillo pero ve3daderamente se entiende a la perfeccion

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